Octavio Paz y la vocación social. Como la mayoría de los estudiantes mexicanos que estuvimos en la preparatoria a inicios de los 80, leí por mandato El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. Recuerdo que a todos nos conmovía, por nuestra juventud y por nuestra escasa experiencia de la vida, que el ser del mexicano fuera motivo de estudio y reflexión. Con nuestro saber de entonces, escaso pero vital, nos introdujimos a la obra de uno de los mayores pensadores del planeta, talentoso y creativo y, para nuestro orgullo, mexicano.
En medio del ajetreo cotidiano, tarea legislativa, medicina y atención a la gente, trato siempre de llevar un buen libro entre mis cosas, así que por algún motivo, de los muchos de los que se nutre el día, vino a mi mente una frase de Octavio Paz en la que cuenta que su mamá le recomendaba ser honesto, no humilde, porque ésta es una virtud de los santos imposible para los hombres y mujeres cotidianos.
Me gustó mucho la significación precisa de las palabras, escritas además de una manera tan sensible, y ello me llevó a buscar mi ejemplar de Itinerario, donde leí y aprendí la diferencia entre ser modesto y ser humilde.
Tengo la primera edición, la de 1993, publicada por el FCE. Me sorprendí gratamente al releer y recordar que, en su juventud, Octavio Paz estuvo en el sureste mexicano, ejercitando su vocación social. Son unas líneas singulares, las comparto:
“En 1936 abandoné los estudios universitarios y la casa familiar. Pasé una temporada difícil, aunque no por mucho tiempo: el Gobierno había establecido en las provincias unas escuelas de educación secundaria para hijos de trabajadores. Y en 1937 me ofrecieron un puesto en una de ellas. La escuela estaba en Mérida, en el lejano Yucatán. Acepté inmediatamente: me ahogaba en la ciudad de México.
“La palabra Yucatán, como un caracol marino, despertaba en mi imaginación resonancias a un tiempo físicas y mitológicas: un mar verde, una planicie calcárea recorrida por corrientes subterráneas como las venas de una mano y el prestigio inmenso de los mayas y de su cultura. Más que lejana, Yucatán era una tierra aislada, un mundo cerrado sobre sí mismo.
“No había ni ferrocarril ni carretera; para llegar a Mérida sólo se disponía de dos medios: un avión cada semana y la vía marítima, lentísima: un vapor al mes que tardaba quince días en llegar de Veracruz al puerto de Progreso.
Los yucatecos de las clases alta y media, sin ser separatistas, eran aislacionistas; cuando miraban hacia el exterior, no miraban a México: veían a La Habana y a Nueva Orleans. Y la mayor diferencia: el elemento nativo dominante era el de los mayas descendientes de la otra civilización del antiguo México. La real diversidad de nuestro país, oculto por el centralismo heredado de aztecas y castellanos, se hacía patente en la tierra de los mayas”.
El Octavio Paz que describo era un joven de 23 años en el México cardenista. Descubría y se maravillaba de internarse en el México profundo del extremo sur, apoyando la educación de los trabajadores desde una escuela secundaria, en aquellos años –1936– en que el enemigo a vencer en el mundo era el fascismo y él comenzaba con plenitud su carrera intelectual que lo llevaría –desde una trinchera particular– a ser una referencia para México y el mundo.
Leer esta historia de nuevo me dio pauta para pensar en los hombres que a lo largo de nuestra vida viven en nosotros: el hombre joven y el hombre maduro. Cómo ejercemos una creencia en un día y cómo, según nuestro conocimiento y experiencia, la mejoramos o la hacemos a un lado y adoptamos otra. Vamos cambiando en todo. Es la dinámica de la vida.
Ese cambio no lo vemos en el día a día, a veces ni al paso de los años. Pero en ciertos momentos en que nos detenemos de nuestro quehacer diario, sí nos damos cuenta que el tiempo pasó. Octavio Paz, un elegido de las palabras, nos regala al leerlo el privilegio de una mirada nueva sobre nosotros mismos.
Senador del PRD por Tabasco
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